Ahora nos quieren hacer creer que algunos periodistas fueron “agentes de inteligencia inorgánicos” y conspiradores al servicio del gobierno anterior. Eso parecía inevitable desde el resultado electoral de agosto pasado no solamente como venganza sino también para «prevenir», censurar.
Decir que es un periodista es un «agente inorgánico» de un servicio de inteligencia sugiere que, aunque no pertenezca a un organismo o agencia, el periodismo que ejerce, en realidad, blanquea una forma bastarda de espionaje.
La caracterización de periodistas como «agentes inorgánicos» comenzó en 2019 con la acusación contra Daniel Santoro, de Clarín, impulsada por el juez federal Alejo Ramos Padilla. Esa instalación pública y judicial busca justificar la aplicación irregular de la ley de inteligencia al periodismo en desmedro de la libertad de expresión.
Los objetivos de ese mecanismo son claros: 1) resguardar, como secretos en las bóvedas oscuras del poder, información que es de interés para la sociedad, y 2) poner en peligro el más sagrado voto del periodismo de investigación, la protección de la confidencialidad de sus fuentes.
Ahora quien encabeza esa identificación del periodismo como el espionaje es el senador Oscar Parrilli (Frente de Todos), jefe de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) durante el gobierno de Cristina Kirchner y miembro de la Comisión Bicameral de Inteligencia del Congreso .
«En la historia del periodismo hay un constante: no hay investigación importante que no enfrente una tormenta furiosa de resistencia. El periodista debe sufrir las represalias para proteger a sus fuentes de represalias aún mayores. Es el pacto sagrado del periodismo»
Cristina Kirchner lanzó el primer disparo en sus redes sociales al acusar a varios periodistas de ser miembros de una asociación ilícita en connivencia con agentes de inteligencia. Parrilli fue todavía más allá y acusó al periodista Luis Majul, conductor de La Cornisa, de ser un agente inorgánico de inteligencia.
En 2017, Luis Majul accedió a y difundió en su programa grabaciones de escuchas de conversaciones entre Parrilli y Cristina Kirchner realizadas en el marco de una investigación judicial sobre narcotráfico.
Aunque la frase más recordada es “Soy yo, Cristina, pelotudo”, aquellas escuchas también revelaron que la ex presidenta le dijo a Parrilli que era necesario apretar a jueces con relación a un caso e involucrar al ex jefe de inteligencia Jaime Stiuso.
Parrilli sostiene que Majul actúo fuera de la ley al informar sobre esas conversaciones.
“Hacía tareas de inteligencia, que no corresponden, no hacía periodismo, hacía inteligencia, claramente, y eso está vedado por la ley”, dijo Parrilli. Además, aclaró que su objetivo principal era revisar los correos de Majul para saber quién le dio las escuchas. “El resto no me interesa”, agregó.
Ahí está precisamente el nudo de la cuestión.
Frente a una vigilancia omnipresente, los periodistas hoy están obligados a tomar medidas cada vez más sofisticadas para proteger a sus fuentes. James Risen, del sitio Intercept de Glenn Greenwald –el periodista que informó primero sobre el caso Snowden–, dio cuenta de la dimensión del desafío en una nota del Neiman Lab: “Estamos siendo obligados a actuar como espías, a aprender tradecraft [los métodos específicos de los servicios de inteligencia], y encriptación y todas las nuevas maneras de proteger a las fuentes. Pero no somos una agencia de inteligencia. No somos, en un sentido real, espías”.
Todo eso es lícito y necesario. Las grandes investigaciones periodísticas se valieron de sigilo profesional pero nunca cruzaron la línea para cometer actos ilegales, como pinchar llamadas, robar archivos o interceptar correos. En muchos casos, las fuentes consultadas sí lo hicieron para exponer lo que consideraban abusos del Estado o del poder.
En la historia del periodismo hay un constante: no hay investigación importante que no enfrente una tormenta furiosa de resistencia. El periodista debe sufrir las represalias para proteger a sus fuentes de represalias aún mayores. Es el pacto sagrado del periodismo.
Sin ello, se cortaría el lazo entre los periodistas y sus fuentes y el gran perdedor sería la sociedad.
John Reichertz es periodista, fue director de la agencia Reuters en Buenos Aires y es miembro del Foro de Periodismo Argentino (Fopea). La versión original de este artículo se publicó en Clarín y está disponible aquí.
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